sábado, 24 de febrero de 2018

  • Descubriendo Marte

    Desde el origen de los tiempos Marte ha estado allá  arriba,  brillando como un punto carmesí en el cielo nocturno. Tan agresivo color disparó la imaginación de las gentes primitivas.  El rojo se asocia a la sangre,  y la sangre a la guerra; de ahí a bautizar ese punto con el nombre de Marte,  el dios romano de la guerra,  solo había un paso.
    En realidad el color rojo del planeta no tiene nada que ver con dioses,  ni mucho menos con la hemoglobina; sino con la presencia de óxido de hierro en su superficie. Ese mismo óxido da color rojo a los ladrillos usados en construcción. Aún así,  Marte,  aunque desprovisto de su divinidad,  ha seguido siendo una puerta al conocimiento para todos nosotros los mortales.

    Marte
    Ya su movimiento resultaba desafiante. La mayoría  de las estrellas,  a los ojos de los antiguos, permanecían fijas en el cielo,  como si estuviesen incrustadas en una enorme bóveda que giraba cada 24 horas alrededor de la Tierra.  Pero unas pocas, muy pocas, se desplazaban entre las demás en rutas periódicas, y recibieron el nombre de “planetas”, que en griego significa “errantes”. Estos astros errantes,  en principio,  se supusieron girando entorno a la Tierra,  entre ella y la bóveda de estrellas fijas. Pero sus movimientos,  en especial el de Marte,  que se detenia en el cielo,  daba marcha atrás , y luego volvía a moverse hacia delante, eran muy difíciles de explicar suponiendo que el planeta girase alrededor del nuestro.
    En el siglo XVI,  Copernico postuló que los planetas,  incluida la Tierra, en realidad orbitaban entorno al sol; lo que explicaría mejor su desplazamiento. A principios del siglo siguiente,  el astrónomo alemán Kepler, usando observaciones muy detalladas de Marte realizadas por el danés Tycho Brahe, argumentó que las órbitas planetarias no eran circunferencias perfectas, sino curvas achatadas llamadas elipses.  Marte había sido fundamental en la elaboración de la mecánica  celeste del Sistema Solar.
    También lo sería a la hora de determinar su tamaño. Su proximidad a la Tierra permitió medir el pequeño desplazamiento de su posición en el cielo,  si se comparaban dos observaciones simultáneas realizadas en dos puntos alejados  entre sí, llamado “paralaje”. Una vez determinado el paralaje,  con simples reglas trigonométricas es posible calcular la distancia del cuerpo que lo manifiesta.  Con el dato de la distancia del planeta rojo y  las leyes de Newton, tras esto pudo obtenerse  la distancia de los restantes cuerpos que orbitan al sol.
    Tales datos se averiguaron mientras Marte era poco más que un disco rojo en el cielo. En el siglo XVII, con la ayuda de primitivos telescopios,  el punto sanguiñolento del planeta creció hasta convertirse primero en un pequeño círculo, y después en un pequeño círculo con  manchas oscuras.  Observando esas manchas, y calculando el tiempo de sus apariciones repetidas en el mismo punto del planeta,  pudo medirse el periodo de rotación de este, que resultó apenas un poco mayor que el terrestre.  Ya en el siglo XVIII, el astrónomo Herschel divisó más detalles en Marte similares a los de la Tierra,  como nubes sobre su superficie,  y dos casquetes polares en los extremos del disco.
    En esos tiempos se creía que los planetas habían nacido a partir de sucesivas emisiones anulares de gas desde el sol en rotación. Los planetas más exteriores serían los más antiguos,  y los interiores los más jóvenes. Por dicho razonamiento,  Venus podría parecer un planeta primitivo,  cubierto de selvas, y quizás poblado de dinosaurios;  mientras que Marte albergaria una tierra anciana,  con viejas civilizaciones.
    Tal suposición pareció reforzarse en 1877, cuando el italiano Schiaparelli contempló la presencia de finas lineas en la superficie marciana,  que unían entre sí diversas zonas oscuras.  A tales líneas Schiaparelli las llamo “canali” en italiano,  palabra que en principio no tiene connotación natural o artificial; pero que al traducirse al inglés se convirtió en “canals”, que se refiere a canales de origen inteligente,  no a canales naturales -“Channels” en inglés- como el de la Mancha. Este supuesto origen artificial dio pie a la creencia de que Marte era un planeta seco,  decadente,  en el que antiguas razas habían levantado una intrincada red de canales para llevar el agua de los casquetes polares a sus oasis del ecuador.  La idea resultaba sugestiva,  y tal fascinación por un Marte desértico, surcado por extensos canales, quedó reflejada en los escritos de divulgación del americano Percival Lowell, y en las novelas de Edgar Rice Burroughs sobre el aventurero  John Carter de Marte.
    El Marte de John Carter
    En el Marte de John Carter habitan especies exoticas de múltiples brazos,  valerosos espadachines, naves voladoras,  antiguas ciudades abandonadas en el desierto, princesas hermosas, y muchos canales.  Todo fascinante,  muy fascinante.  Pero la realidad, y el Marte real,  tiraban para otro lado. Al ir perfeccionandose los telescopios, en las imágenes del planeta rojo dejaron de aparecer canales.  ¿Qué sucedía? Pues parece que las lineas rectilineas, que observaba el ojo humano con telescopios poco potentes,  eran sólo la malinterpretacion de rasgos del disco marciano en el límite de la visibilidad de los astrónomos. Experimentos con la observación de objetos lejanos, en la Tierra,  parecieron corroborar esta hipótesis. Además, las mediciones que se realizaban de la temperatura de Marte,  de la composición  de su atmósfera y de la densidad de esta resultaron desalentadoras.  Nuestro vecino era frío,  y rodeado solo por una fina atmósfera de dióxido de carbono;  sin ningún rastro del oxígeno, que es la marca de la presencia de la vida en la Tierra.  Marte parecía no solo un mundo desértico,  sino también muerto.
    La prueba definitiva de eso la dieron las fotografías del “Mariner IV”, la primera sonda espacial que se acercó al planeta rojo en 1965.  Mostró una superficie yerma, plagada de cráteres y con notable reminiscencia a la Luna.  El sueño de un mundo como el de John Carter había desaparecido.
    Una de las fotos del Mariner IV, que acabaron con la creencia de un Marte habitado. 


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